Nunca hay atinadas palabras –adecuadas, ajustadas, precisas– al fallecimiento de nadie, pese a lo que sobre tal suele decirse: todo lo más benévolos constructos verbales de consuelo, tan artificiales como absolutamente necesarios, y hasta diríase imprescindibles, a toda despedida definitiva.
Pero Ana, aquí en nuestra ya entrañable ciudad fronteriza, era el Teatro por encima de cualquier otro condicionante. Y el arte dramático nunca ha dejado de ser, a decir de Federico García Lorca, la palabra que sube al escenario para que se le vean los huesos, la sangre… aunque esa palabra tantas veces sólo se sugiera a través de gestos e imágenes. Dos aspectos cuya importancia dramática se esforzaba Ana por transmitir e inculcar en la mente de los muchos alumnos que tuvieron el honor de recibir la magnífica impronta de sus clases. Y de las cuales puedo dar buena fe, cuando tantas veces vino a echarme una mano por el exceso de alumnado que uno, personalmente, tenía al respecto.
Ni qué decir, asimismo, de su verbo en la escena: la bien timbrada palabra y ajustada dicción de tantas de sus interpretaciones. Pero sobre todo, sin duda yo me quedaría con el recuerdo de Ana como mujer de palabra –o de su palabra como mujer, dada la relevancia de su condición femenina–. de las que uno puede fiarse y confiar en ella nada más escucharla.
Ana Pérez: siempre, siempre en el escenario de la vida; siempre de estreno.