Por este Cantábrico, que a tal patente de tiempo la fama le viniera, ha vuelto Teatro Corsario a surcar tablas desde antaño domeñadas, diríase ya incluso rendidas. Sólo que esta vez por la puerta grande: la del Victoria Eugenia donostiarra y a única función. En castellano. Para conseguir cuatro ha de ser en lengua nativa, haya o no público para tal derroche en época de penuria.

Y lo tuvo este médico de una honra considerada trasnochada, pero que, a menudo trágicamente, aflora desde las profundidades de un alma machista que se resiste a ser tan sólo recuerdo para histórico estudio. Un público fiel que, monte lo que monte la emblemática compañía pucelana, parece en permanente alerta para la cita de turno. Sin aglomeraciones, no obstante. Y pródigo en gremiales rostros escénicos o televisivos, o ambas cosas, que a vela y a vapor ha de ir esta farándula en tiempos del IVA al 21%. Tampoco faltó el despistado de turno preguntándose aún por esta gente que desempolva siglo tan rancio. Anecdótico. Quizás eco de cierto productor que, al éxito de «Pasión», replicaba lamentando la estética barroca de la España de tal siglo. Nada menos que uno de los de Oro.

Y así el patio de butacas mostraba su respeto: en concentrado silencio las más de las veces -que ni el habitual e inoportuno móvil viniera a alterarlo-, liberando sonrisas a cada juego del «gracioso», sobrecogiéndose de espanto al estallido de la tragedia… y al final, pese al anunciado sesgo del mismo, con sostenido y prolongado aplauso. Bien merecido, indudablemente.

Noche de reconocida escena para los más, algo matizada por los menos. Eso sí: a los lances de acero, quizá echárase en falta un choque más toledano. O más corsario.