Tras de darle ya tantas vueltas y más al asunto territorial, no se me alcanza otra conclusión que la escatológica de este epígrafe. Sólo que en afirmativo. Me rindo. Al menos literariamente.
Comencemos, pues, por mandar al guano mi condición de español, ya que uno siendo originariamente tan de izquierdas y de probado pasado antifranquista solo faltaba que me emperrara en mi ralea ciudadana por encima de mi ancestralidad vascongada. La sangre es la sangre aunque, debidamente analizada, la de uno se revele mezclada de inconfesables ascendentes mesetarios, galos, galaicos y hasta caribeños. Que a propósito de renuncias nacionales ya en los setenta una tira de viñetas de El Papus, ante la evidencia de nuestra insignificancia a escala global, proclamaba en gráficos bocadillos de historieta: “¡mamá, quiero ser americano!”. De ahí que, dado la que está cayendo y lo poco que pintamos desde nuestro limitado País Vasco –tan vacunado como olvidadizo–, también uno querría ser catalán. O así, que decimos por estos pagos.
Pero, claro, como ya me temo que tal va a resultar imposible –entre otras razones debido al colapso en las legaciones exteriores de la Generalitat por exceso de ansiosa demanda de conversos al paraíso–, me permito simplemente proponer una serie de adecuaciones sobre lo que quede de Spain –si es que algo queda– para mejor soportar la insufrible carencia de no poder llegar a ser catalán de primera, ya que de segunda o tercera me da la impresión de que no debe de ser tan difícil.
En primer lugar, olvidémonos de establecer fronteras, al menos desde el lado hispano, ya que semejante despropósito sólo serviría a menguar nuestra ya deteriorada imagen internacional de irredentos fachas y nostálgicos franquistas. Nada de eso: la frontera, si les apetece, que la impongan los del otro desde su lado o la levanten a placer cuando les venga en gana. Eso sí: siempre avisando con tiempo al vigilante de turno, no vaya a ser que a alguno le suceda como a aquel ilustre bidasotarra que, acostumbrado a que a su paso en moto a diario le izaran los guardias fronterizos la barrera, el día que alternaba uno nuevo no lo hiciera y ahí que se estrellara contra la misma… Y por supuesto, nada de aranceles, tasas y demás puñeterías económicas: vía libre a lo que se les ponga vendernos, que desde aquí a tragar, faltaría más, no fuera que, encima, la prensa internacional nos tildara de insensibles cavernícolas, incapaces de comprender las necesidades vitales de unos pacíficos comerciantes en su ímproba tarea de obtener el máximo crematístico. Dicho lo cual sin menoscabo de lo que, desde aquel lado, pudiera reparar al respecto una exigua mayoría de catalanes, habida cuenta de que tales, como ya hemos advertido, no pueden ser tenidos por ciudadanos de primera, sino como súbditos quintacolumnistas al servicio de la Corona Española.
Una vez establecida la frontera a la carta, vendría lo del espinoso asunto de la defensa del territorio que, obviamente, habría de ser sostenida por la parte hispana si asomara amenaza exterior común. Al modo y manera de buenos confederados. Pero que si algo de tal se detectara tan solo como alarma española, ahí se las compusiera la caterva de lolailos, manolos y folclóricas de faralaes: que nada de arriesgar ni media jeta de estirpe superior por semejantes aliados carpetovetónicos.
Claro que, dicho así, pareciera que esto fuera solo cosa de dos estados en toda la península, es decir, sin contar para nada con Portugal, como de costumbre. Pero qué va: si tal supuesto político se diera, el estallido de taifas iba a ser de los de egregios anales para la Historia. Y en muchísimo menos que diéramos tiempo al caletre para procesar la que se avecinara, ya la geografía ibérica se nos llenaría de repúblicas cantonales y confederaciones cuales la del Alto Maestrazgo, el Arcontado de Sanabria o el Estado Libre de Albarracín, por poner ejemplos de autocita literaria (La ley y la sangre) que hace años uno publicara como exagerada ficción, pero que al cabo ya no sabría qué pensar…
Aunque eso sí: la liga de fútbol ni tocarla, no vaya a ser que la liemos y de no sé cuantos equipos en competiciones europeas nos quedáramos en la mitad, con lo apañado que nos queda la excusa balompédica para librarnos a ratos de la parienta y lo que esta lo agradece por descansar de nuestras soflamas deportivas. Y si fuera necesario, podría el Barça imitar a los bancos y otras empresas emblemáticas, trasladando su sede social a cualquier lugar de la geografía peninsular que le apeteciera, dado que todos se pegarían por recibirlo. Incluso pudiera hacerlo a… Andorra, extranjero pero país catalán a fin de cuentas –las de los Pujol como ejemplo ilustrativo-, si bien perfectamente compatible con su participación en la liga española. De todas formas insisto en que por muchas taifas en que el país se fragmentara, me da que lo del fútbol lograría un consenso como ni desde la Transición se hubiera contemplado: ¿o alguien se cree que, de golpe, algunos iban a privarse de esas entrañables finales de copa, con tan ruidosos como deferentes silbidos al monarca y al himno nacional?…
No obstante, en esta sazón y punto, me entra la duda de si tales estrafalarias iniciativas bastarían a su propósito. Me temo que no. Es más: creo que ni con muchísimas más de semejante jaez sería suficiente. Que la radicalidad secesionista es absolutamente insaciable…
Y en estas que, cuando menos uno se lo espera, le llega una curiosa propuesta desde Puerto Rico. Me la apunta la parte caribeña de mi familia –una vez repuesta de la conmoción por el huracán–, la que, de vizcaíno origen (Puebla de Bolívar), desciende de aquellos que se quedaron en la isla tras entregarla España –cuando aún así se llamaba– a los Estados Unidos en 1898. No como mi abuela, que se volvió y aquí estoy yo. Pues bien, me aseguran desde allá que hay quien plantea seriamente la vuelta a la madre patria como una autonomía más. Exactamente lo contrario de lo que algunos aquí desdeñan. No me lo acabo de creer. Ellos insisten. Y añaden que hasta se propone un cambio político de cromos: una autonomía española por el Estado Libre Asociado a los Estados Unidos. Allá quienes lo acepten. ¿Será que la turbulencia huracanada los ha trastornado? Nada de eso: resulta que, pese a lo residual y minoritario de tal pretensión, esta se concibiera ya bastante antes del reciente desastre meteorológico. Lo cual me lleva a reflexionar que los delirios políticos no son solo exclusivas rarezas peninsulares. Claro que, en el caso boricua, apenas si gente en sus cabales sigue a ciegas a quienes tal pretenden, ni mucho menos parece que a nadie le dé por señalar socialmente a quienes prefieren la sensatez y la cordura a la incertidumbre del delirio.
Entonces… ¿a la m… Spain, Estado Español o como quiera que eufemísticamente la pertinente corrección política nos permita llamar a este país? Bueno, pues digo yo que ya tendría bemoles que la cosa así sucediera. Y mientras, desde la otra orilla oceánica y para propio sonrojo, sigan enviándonos los descendientes de nuestros ancestros inequívocos mensajes de aliento como el citado.
Y es que si bien ya uno se habría rendido –literariamente– al improperio escatológico, aún le quedaría algo de vergüenza para no acabar aceptándolo solo por proverbial desidia histórica.
Javier Gil Diez-Conde